Palabras de invierno
Para otros / Martes, 11 febrero 2014
Columna publicada en el Diario Noticias de Gipuzkoa el 11 de febrero de 2014
I. Me aterra comer solo en los restaurantes. No sé muy bien cómo hacerlo. Si leo el periódico acabo manchando las hojas de grasa. Si sólo como, lo hago demasiado rápido y acaba entrándome el hipo. No sé a dónde mirar y trato de pasar desapercibido. Hace más o menos un año comía solo en un restaurante del centro. El camarero era un chico con el pelo muy negro. Me dijo que era de México y se llamaba Alejandro. Que había venido a estudiar un postgrado en la universidad. No le pregunté sobre qué. Le pedí vino y hablamos de fútbol.
II. En Guadalajara, México, la temperatura en enero oscila entre los 10ºC y los 25ºC. En julio entre 17ºC y 27ºC. Los días son casi uniformes. No hay estaciones. Alejandro, que pasó toda su vida allí, me dice que su primer año en Europa supuso para él el despertar de unas sensaciones que sólo había encontrado en la poesía. Aquí las hojas cambian de color, los árboles se desnudan, la luz se transforma, y todo eso hace al ser humano más permeable al paso del tiempo. Aquí muchas palabras cobran sentido. Yo le digo que eso son chorradas.
III. Hace unos días mientras comía solo en otro restaurante, leí en un periódico el discurso de Yves Bonnefoy, un poeta y ensayista francés, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara: “Aprendí a leer con esos libros en los que junto a una palabra está su dibujo. Fui golpeado profundamente por la relación que aparecía entre la palabra y la cosa. Tuve la sensación de que la palabra se había convertido en la embajadora de la cosa, en su representante entre nosotros. Después, con el tiempo, encontré en los poemas un ritmo, una música dentro de ellos. Supe entonces que mi destino era practicar ese ritmo que hacía que las palabras entraran en contacto con el mundo”. El texto me recordó a Alejandro. Así que recorté con cuidado la hoja manchada de grasa y la guardé en el bolsillo.
IV. Ayer soñé que las palabras “viento”, “frío” y “lluvia” sólo existían en los libros. Que los días ya no se me escurrían. Que ya no entendía la poesía pero vivía en un paraíso con un verano eterno. Que dejaba de comer solo en los restaurantes.