Esa cosa llamada pobreza

/ Martes, 13 mayo 2014

Columna publicada en el Diario Noticias de Gipuzkoa el 13 de mayo de 2014

Es un día cualquiera, una hora cualquiera, y yo trabajo en casa, como siempre, en silencio, frente al ordenador. De pronto, suena el timbre de la puerta. Es raro porque el cartero ya ha debido de pasar y yo no espero a nadie. No quiero distraerme y me invento que no he escuchado nada. Pero, poco a poco, la curiosidad se apodera de mí. Arrastro la silla hacia atrás, me levanto y observo a través de la mirilla. Distingo a mi padre al otro lado. Parece algo aturdido. Abro la puerta. No tengo trabajo, me dice, venía a pedir algo de ayuda. Cierro los ojos un instante y los vuelvo a abrir, y no, él no es mi padre. Lo que sea, me dice, y tú no eres mi padre, le contesto. Y él: “no, no soy tu padre”, y repite: “solo pido algo de ayuda, estoy sin trabajo, lo que sea”. Le invitaría a entrar, pero esta es mi casa, mi guarida, me digo, y éste es un pobre y aquí no entra. Aunque podría ser mi padre, es cierto, y de hecho lo acabo de confundir con él, pero lo mejor es cerrar la puerta y volver al trabajo y hacer como que nada ha existido. Finalmente, espera un momento, le digo, y busco mi cartera, creo que estaba en la cazadora, y regreso a la puerta, ahora entreabierta, y le entrego un euro y cuarenta céntimos. Él me da las gracias y yo me fijo en sus manos, limpias, con los dedos largos y estirados, como los de un pianista. Alzo la vista y contemplo sus ojos, pequeños, avergonzados, y él agacha la mirada y baja las escaleras, y antes de cerrar la puerta escucho el timbre del piso de abajo y otra vez, el inicio de su discurso.

Recuerdo que cuando era pequeño también sonaba el timbre y mi abuela abría la puerta y le daba veinte duros al yonki del barrio. Recuerdo que años después tocaban la puerta inmigrantes recién llegados, casi todos del este, que vendían kleenex o bayetas o bolsas de basura. Desde hace unos meses, sin embargo, un día cualquiera, a una hora cualquiera, a quien veo a través de la mirilla es a mi padre, o a un amigo, o a mi prima, o a mí mismo. Y desde entonces, siento vértigo y mucho miedo. Porque el precipicio hacia el abismo de esa cosa llamada pobreza está cada vez más cerca. Y aquí nadie hace nada. Y a veces, ni siquiera abrimos las puertas.