Justicia cósmica (a veces ocurre)

/ Martes, 5 noviembre 2013

Columna publicada en el Diario Noticias de Gipuzkoa el 5 de noviembre de 2013

Era la primera vez que pisaba un aula de esas. Con gradas escalonadas como las de un anfiteatro romano. De esas que con sólo respirarlas te insuflan el conocimiento más profundo. Estaba repleta. Me senté en la última fila, y entonces te descubrí. Bajo mis pies. Con el pelo recogido, nerviosa, girabas el bolígrafo entre los dedos, una y otra vez. A tu lado vislumbré un libro de derecho aeronáutico internacional. Estaba machacado.  Yo había leído el anuncio en el periódico: “AENA convoca: Dirección Financiera en el aeropuerto de Ibiza”. Y no lo pensé. Envié la documentación pertinente y tres meses después, allí estaba, inocente, en lo alto de un aula de la Complutense esperando a que me preguntaran sobre una materia que jamás había estudiado. Sin embargo, salí contento. Con los ojos enrojecidos. Porque te había copiado todo el examen. Sí, chica del pelo recogido, te lo copié y tú nunca lo supiste. Días después me informaron de que era uno de los dos finalistas y regresé a Madrid para una entrevista. Me preguntaron acerca de mi vida y mis hobbies. Vestido con el traje de la boda de mi prima, traté de parecer lo más normal posible. Al salir me crucé contigo, y agaché la cabeza. Durante las semanas siguientes no recibí ninguna comunicación. Ni cartas ni llamadas. Acabé acercándome hasta el aeropuerto de Hondarribia y allí me entregaron la lista de resultados. Mi nombre era el primero. ¡Toma castaña!, grité. Llamaron a Barajas para confirmarlo, pero alguien, al otro lado, les explicó que ya era tarde, que al no haber recibido la aceptación en los diez días siguientes a la publicación del resultado, la plaza había ido a parar al segundo clasificado.

Justicia cósmica, dirás. De acuerdo. Pero cada vez que se aproxima el invierno, no puedo dejar de imaginar cómo serían mis días ahora si hace diez años no hubieses secuestrado mi correo, ni me hubieses cortado la línea de teléfono. Viviría con mi descapotable y mi casa frente a una cala de aguas cristalinas. Y sobre todo, sin capuchas, ni alertas naranjas, ni esa humedad constante que me entumece los pies.