Sin respuesta

/ Martes, 28 enero 2014

Columna publicada en el Diario Noticias de Gipuzkoa el 28 de enero de 2014

De repente, un día, dejamos de esperar al autobús del cole y mi padre nos subió al coche a mi hermano y a mí a las 7:50 de la mañana. Fue entonces cuando aprendí que en invierno los días no comienzan al amanecer y que existen programas en la radio sólo de noticias. A partir de aquel día, siempre sería así. Durante años, décadas, quizá. De hecho, a veces, ahora, cuando desayuno, antes de ir a trabajar, creo ver a mi padre entrando en la cocina, os espero en el garaje, no tardéis, con aquel gesto amenazante, excesivamente racional, concentrado ya en sus asuntos. Porque también aprendí entonces, que a esas horas no existe espacio para el amor o para el cariño.

Durante aquel recorrido atravesábamos el centro de la ciudad. Nada más pasar el paseo de la playa, embocábamos una calle infinita y en cada cruce el coche subía y bajaba, y el desayuno trepaba hasta mi boca y mi cuerpo se llenaba de un vértigo sensacional. Un día le pregunté a mi padre por qué ocurría eso, y me explicó que en nuestra ciudad llovía mucho y por eso las calles eran convexas, para que el agua cayera hacia los sumideros y así no encharcara la carretera, porque Iban, cada ciudad debe estar diseñada para afrontar sus propias inclemencias.  Y desde aquella explicación, cada vez que recorro esa calle con mi propio coche y siento esos pequeños botes, me acuerdo de aquellas mañanas oscuras y del extraño orgullo de ciudad que esa concavidad me hacía sentir entonces.

Hoy o hace un año o desde siempre hay una zona de la cuidad que se inunda sistemáticamente. Llueve, crece el río y los locales y las casas se deshabitan. Y los vecinos de esa zona se empobrecen. Y nadie hacemos nada. Ni el ayuntamiento. Ni el resto de habitantes. Ayer por la mañana, en el coche, mientras escuchábamos un programa sólo noticias en la radio, mi hija pequeña me preguntó, por qué si siempre se inundaba el mismo barrio, no se había diseñado algo allí también para evitarlo. Y yo no supe que responderle. Así que me quedé en silencio y después hice un gesto amenazante, desprendido de cualquier atisbo de amor o de cariño.